Sueño & memoria

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Diatriba de las cosas usadas
Diatriba de la vida cotidiana y otras derrotas civiles

Diatriba de las cosas usadas

por Rafael Pérez Gay

jul 12, 2025
∙ De pago
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Diatriba de las cosas usadas
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Es muy conocido el artículo de Salvador Novo «En defensa de lo usado», ese elogio de las cosas de segunda mano, de las ventajas del medio uso. Durante años pensé que en ese artículo donde Novo hablaba de las vidas «premiosas», víctimas de psicosis de inauguración, que en la cuidada lección de estilo de esa crónica se ocultaba la grandeza de una verdad histórica. Entrado a los cuarenta de la edad acepté, sin la vanidad de los descubrimientos rápidos, mi desafecto por esa vida del medio uso; más todavía, leída en nuestros días, aquella crónica magnífica me parece absurda y no menos snob que, digamos, un restaurante de comida tailandesa ubicado en la Colonia Condesa.

En la RAE (Real Academia Española), no existe una entrada directa para "bric-a-brac", pero el término se puede traducir como "cachivaches", que se define como objetos sin valor o de poca utilidad que se guardan por costumbre o capricho.

Filosofía de la cháchara

Si hago un esfuerzo y entro por uno de los corredores de la memoria llego a Tepito, en la Ciudad de México. Sí, al barrio de Tepito, a la calle de Aztecas, gran almacén donde mi padre logró satisfacer todas sus ambiciones compradoras, desde un traje «nuevecito», hasta un comedor «finísimo»; desde un reloj, «carajo, con chapa de oro, Rafael», hasta una bicicleta, la mía, conseguida a un precio «de risa, nos la llevamos». Sin saberlo, mi padre ha sido un seguidor pragmático de la propuesta que hizo Salvador Novo a finales de los años treinta, qué digo un defensor de lo usado, un cruzado del medio cachete, un neurótico del medio uso, un filósofo de la segunda mano. Para él, y para mí, Tepito es un humanismo, sólo que hemos enfrentado de modos distintos una misma pasión.

La primera visita del domingo era al sastre. El puesto de los trajes usados. Le tenían cinco trajes apartados: con mirad experta mi padre ponía los pantalones a contraluz y pasaba al probador, un rincón que estaba detrás de una cortina sostenida por un mecate. Un minuto después salía vestido con el traje de un difunto. Mi padre estudiaba la caída de la tela en un espejo roto, observaba con mirada de estudioso las arrugas, los vendedores le subían la bastilla a todo vapor. Repetía la operación cinco veces y, luego de un regateo feroz: listo, cinco trajes nuevecitos al guardarropa, que no se diga que no hay elegancia en el vestir. Siguiente parada: el oftalmólogo. De pie, frente a un hospital de lentes, armazones viejos, vidrios sueltos, mi padre se calaba unos lentes y el oftalmólogo —nunca supe si era un profesional, pero no lo parecía, y en esta vida para ser hay que parecer— le ofrecía un periódico para la prueba del aumento. Una fila de cuatro o cinco clientes acercaban y alejaban de sus ojos alguna noticia sobrecogedora impresa en el papel, escogían la graduación más cercana a sus necesidades y listo, un astigmatismo remendado, una miopía paliada por un cristal ajeno y listo, una mirada nueva.

Marcel Duchamp mostrando su famosa obra, The Large Glass, Richard Hamilton. Parte del estudio: The Oculist Witnesses.

La siguiente estación era para mí un misterio de profundidades filosóficas. Mi parde se detenía frente a un tiradero, un basurero de fierros viejos. Después de una inspección paciente, con gran seguridad, mi padre levantaba un tubo dorado, un desprendimiento, algo que había perdido a su objeto originario en el uso y en el tiempo. Después de observarlo como un físico de laboratorio, listo: ya teníamos el pie de una lámpara preciosa.

Un Luis VX de Tepito

Si en algún momento de mi vida hubiera asistido al consultorio de un psicoanalista, antes de proponerle un enigma de identidad atorado entre mi pasado y mi futuro, yo lo habría dicho lo siguiente: doctor, nunca entendí por qué nosotros no comprábamos donde la gente común y corriente adquiere sus cosas; la verdad, doctor, nunca supe si era para disimular el dinero que teníamos, o para disimular que no teníamos en qué caernos muertos, por eso ahora confundo la novedad con lo brillante y el dinero con el amor.

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